Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mis más terribles experiencias. Y aquí dentro los siento, a veces, agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie. Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando en los desvanes del cerebro mi caudal de experiencias normales… y paranormales.
Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, me dispongo a dejar constancia de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud.
Fue un verano cualquiera en las postrimerías del segundo milenio, en una ciudad costera española llamada Castellón. Asistía a un congreso semiclandestino de una de tantas organizaciones secretas a las que pertenecí en tiempos. El doctor Bernard E. Marsden, mi amigo físico nuclear desaparecido en extrañas circunstancias, me contagió una costumbre saludable: para ayudarme a conciliar el sueño, procuro olvidar todo lo relacionado con mi trabajo antes de irme a la cama. Para ello fumo al borde de un lago la última pipa de la jornada, escucho un rato la radio o miro un poco la televisión. Quiso el destino que aquella noche, tan tarde, tras las arduas sesiones del congreso, eligiera la última de estas opciones. Cuando la habitacioncita del hotel empezó a iluminarse con la luz del televisor, no pude dar crédito a mis ojos, aquello no me podía estar pasando a mí. Recordé de inmediato el relato espeluznante escrito por George Langelaan en el siglo XX: La dama de ninguna parte.
En ese relato (rigurosamente cierto en todos sus aspectos científicos, como bien conoce la CIA, pero publicado con forma de historia ficticia por imposición de la Casa Blanca para evitar la difusión de secretos trascendentales), un científico establece contacto con seres de la quinta dimensión a través de un aparato receptor televisivo. Igual que en el texto de Langelaan, en mi pantalla empezaban a adivinarse las formas confusas de varios seres humanos que dialogaban entre sí.

Sin embargo, no se trataba de personas cualesquiera: sin duda procedían de la dimensión desconocida, de la zona crepuscular o de otro plano astral. Difícilmente podrían algunos de esos seres seguir vivos a aquellas alturas del siglo. Imposible sería que, caso de vivir, siguieran en activo y ejerciendo la misma profesión. Al día siguiente consulté por Internet con el agente local, Pazos, quien me confirmó sus identidades y, de paso, me advirtió de que se trataba de un verdadero grupo de profesionales. La frecuencia sintonizada correspondía a la emisora Canal Nou: atentaría contra todas las normas de la decencia y de la lógica que en un país europeo y culto, una emisora de televisión estatal ofreciera sus ondas a semejante comando. No, no; cuando se descarta lo inimaginable solo queda lo aparentemente imposible: en mi cuartito de hotel estaba sucediendo un poltergeist de ámbito restringido, un fenómeno paranormal provinciano, un verdadero expediente equis español digno de Íker Jiménez, porque mi tele se había convertido en una puerta hacia La otra realidad. Me apresté a seguir con detalle el desarrollo del evento, cumpliendo así mi deber aunque pusiera en peligro la integridad de mi sistema nervioso central, amenazado por las propiedades nocivas de las ondas hercianas pentadimensionales que emanaban del receptor de televisión.

Ante mis asombradas pupilas se van sucediendo los semblantes de estos caballeros de ninguna parte. El primero en manifestarse es un señor añoso, calvo y de barba luenga al que no tengo dificultad en reconocer. No obstante, para mayor seguridad, someto la imagen a mi reconocedor informático facial integrado-registrador automático fisiognómico estándar (RIFI-RAFE) y la respuesta es inmediata: ¡el doctor Jiménez del Oso en persona! La estancia en la quinta dimensión no le ha sentado nada mal. Aunque sus párpados inferiores hayan desarrollado unos abultamientos inconcebibles tiempo atrás, mantiene intactos sus poderes mentales y comunicativos. ¿Cómo no evocar sus apariciones en las pantallas monocromas de la segunda cadena, tantos años ha, cuando su cadencia verbal, de sonoridad estudiada, nos hipnotizaba desde su despacho siempre en penumbra, después de la música inquietante y el dibujo espectral de la carátula de su programa, Más allá? Ahora, desde La otra realidad, y a pesar de la fuerte luminosidad pentadimensional y la pantalla en color, su grave voz resuena con más autoridad y temple que nunca. El doctor comunica el motivo de su presencia. Se manifiesta a los terráqueos para hablar de ovnis, y con tal fin ha reunido un grupo selecto de notables que irá presentando uno por uno.

El primer lugar le corresponde a un varón pícnico, con cabello y barba plateados. Mi RIFI-RAFE ofrece lecturas confusas: lo más parecido a esta visión que halla en su banco de datos es David, el gnomo. El doctor aclara el misterio de inmediato al presentar a este personaje como Julio Marvizón. Aunque Jiménez del Oso se refiera a él como un científico especializado en la atmósfera del planeta Tierra, con posterioridad pude saber que en realidad se había hecho conocido pronosticando el futuro en una emisora televisiva regional llamada Canal Sur (de titularidad pública), donde solía aparecer a diario dando su opinión sobre si al día siguiente llovería o haría sol. Pero desde La otra realidad, Marvizón aparece para hablar no del futuro, sino del pasado. Describe una experiencia personal localizada en un plano de la realidad temporal conocido como Régimen Anterior y al que él se refiere como «los años sesenta». Marvizón vio una luz. Vio una luz roja. Al parecer, la experiencia fue sobrecogedora. Marvizón describe la escena en diestras pinceladas: «La gente corría porque corría». La luz se perdió de vista. Cómo describir lo inefable… Marvizón busca palabras. No todos los días tiene uno ocasión de ver en directo la llegada de una nave interestelar cargada de extraterrestres, el acontecimiento tuvo que ser sin duda memorable. Nuestro relator encuentra una analogía adecuada: «Parecía un meteorito». Pero, por supuesto, no lo era, solo lo parecía.

Tras abrir la sesión con un documento de primera mano y un testigo autorizado (no en vano, se trata de un científico experimental especializado en otear las alturas), el doctor nos presenta la siguiente entidad. En cuanto veo aparecer su rostro en la pantalla desconecto el RIFI-RAFE. Esta vez sobra. ¿Cómo no reconocer a nuestro querido Juan José Benítez? El paso por la quinta dimensión ha dejado mella. Ya no luce el rostro afilado ni la esbeltez de otrora. La luz pentadimensional confiere a sus ojos un aspecto vidrioso. Pero argumenta y discurre con la maestría de un especialista que ha recorrido muchos muchos muchos quilómetros en pos de lo ignoto. Benítez narra viejas remembranzas de su vida pasada, como el momento en que el contacto con la realidad le «disparó las alertas interiores» y lo hizo percatarse de que «caramba, aquí pasa algo extraño». Lamenta que haya por ahí gente pontificando sobre los ovnis sin moverse de casa, no como él, que ha recorrido medio mundo tras las luces esquivas, lo cual lo sitúa en otro contexto y le otorga autoridad. Defiende la ufología afirmando que «millones de personas no pueden equivocarse», si bien no especifica el número de quilómetros recorridos por cada una de ellas (dato fundamental para valorar la fiabilidad de sus afirmaciones). Benítez es un curtido investigador, un verdadero científico que nos conmueve al afirmar: «No se me ocurre ni siquiera ya plantearme la posibilidad de la duda». Nunca he visto intelectual de convicciones más firmes. En mi pueblo, por ejemplo, lo que jamás se les pasa por la cabeza a los científicos es la posibilidad de no dudar…

El doctor reconduce la ceremonia y pasa al siguiente convocado. No reconozco su rostro y me veo obligado a aplicarle un RIFI-RAFE de inmediato. El sistema informático me devuelve una identificación inequívoca: se trata de Ricardo Bofill hijo. El peinado pulquérrimo, las gafitas intelectuales, cierto aire del chico más listo de la clase y unos modales impecables, no dejan lugar a dudas. Pero no. El doctor se refiere a él como Javier Sierra. A decir verdad, recuerdo lejanamente haber visto ese rostro en alguna prestigiosa revista científica, pero dudo entre publicaciones de antropología descriptiva (¡Hola!) y de ufología experimental (Enigmas de otros mundos). Fiel a su imagen, este chico propone una aproximación intelectual al asunto ovni. A él no lo convencieron, no, las Grandes Pruebas, sino la intrincada red de pequeños detalles coherentes entre sí, las numerosas coincidencias entre testimonios «no contaminados». Sin embargo, el joven no nos muestra desde la quinta dimensión su contaminómetro, ni siquiera los planos. Afirma que ha tenido roces con «ellos»: el atractivo mozo menciona al respecto una excursión campestre que hizo una vez a un cerro conocido con el nombre de Montserrat en compañía de un amiguete que se llamaba Carballal. Aquel día vieron un objeto de este tamaño (y hace un gesto ostensible abarcando entre sus brazos un fragmento de espacio tridimensional durante un cierto intervalo temporal) sobre sus cabezas. Sin duda este chaval se cuenta entre las personas que basan las opiniones en su propio trabajo de campo.

El doctor vuelve a manifestarse para presentar al próximo asistente, el cual se supone que acude al evento para ofrecer el contrapunto escéptico. Cuando aparece la faz del convocado en la pantalla, mi RIFI-RAFE dispara la señal de alarma y muestra un mensaje parpadeante: «Ese rostro… no es humano». Conmocionado, escucho cómo el doctor se dirige a esa presencia con el apelativo: Andrés Aberasturi. La consulta de los documentos históricos acredita el currículum de escepticismo y heterodoxia de la entidad Andrés Aberasturi durante su paso por este mundo. En televisión, pero, sobre todo, en la radio (incluyendo el memorable programa Los últimos gatos, entre otros), Aberasturi se mostró casi siempre original, siempre polémico, dubitador sistemático, iconoclasta, chispeante. Pero la manifestación pentadimensional no es mi Andrés, que me lo han cambiado. Empieza diciendo que le parece «ridículo» que, si la Tierra está habitada, no puedan estarlo otros mundos. Proclama que lo «mosquea el silencio oficial, el secretismo oficial» en lo referente al fenómeno ovni. Acaba concluyendo: «No puedo hacer otra cosa sino creer». No está nada mal como contrapunto escéptico.
Benítez loa el carácter constructivo y dialogante de Aberasturi, al que califica de «escéptico moderado», en contraste con otras malas alimañas que andan por ahí. Investigo en los diccionarios castellanos tridimensionales, tanto de papel como electrónicos, y logro el siguiente descubrimiento significativo: al pasar a la quinta dimensión, las palabras cambian de significado, o al menos eso les ha pasado a las infortunadas voces escéptico y moderado, que en paz descansen. El maestro Benítez puntualiza que la actitud ante el fenómeno ovni «no es un problema de fe, sino de información». ¡Acabáramos!
Benítez aclara que las diferencias entre los seres de otros mundos y los humanos pueden ser como las que existen entre nosotros y las hormigas, lo cual no es óbice para que, según los testimonios, en los contactos con los extraterrestres se produzcan conversaciones en el «idioma natal» de los indígenas terráqueos. ¡Cómo no imaginarme a los zoólogos comunicándose con colonias de himenópteros en el «idioma natal» de las hormigas! Más tarde, nuestro quilometrado investigador abunda en la idea reflexionando: «Las sepias comen oxígeno con cobre; ¿por qué no va a haber seres basados en otros modelos químicos?». Confieso que Benítez consiguió desconcertarme, porque en otro momento aludió a viajeros galácticos que, pese a lo antedicho, se parecen mucho a los humanos pero se diferencian de ellos en el tamaño: «Los hay de metro y medio, y de tres metros».
¡Cuán variado se nos muestra, pues, el circo alienígena! El doctor, que debe de haber leído a Sagan, ejerce de sensato y defiende brevemente lo que el catedrático de Cornell llamaba «el chauvinismo del carbono».
Interviene el muchacho de antes y da a entender que los extraterrestres están procediendo según un plan que pretende ir dándonos ejemplo, para entrenarnos. En ese sentido, los alienígenas actúan como verdaderos «provocadores culturales». El chicote desvela su encantador carácter fantasioso y juguetón (a la vez que su aún incompleta formación científica) cuando especula con el medio de propulsión de las audaces flotas estelares: «Optimizan la gravedad para convertirla en combustible». Consciente del carácter científicamente heterodoxo (por llamarlo de algún modo) de su tesis, el joven nos recuerda que «la ciencia hasta hace pocos años no contemplaba la posibilidad de planetas alrededor de otras estrellas».
Tiene razón, tan solo hace un puñado de siglos que científicos y filósofos discuten sobre la pluralidad de mundos, sean o no habitados y, desde luego, ¿qué son varias miserables centurias de ciencia y filosofía comparadas con los innumerables quilómetros recorridos por la ufología en sus escasas décadas de historia? Concluye el mozo que «el establecimiento científico no está preparado». Consulto en el diccionario la entrada establecimiento. No entiendo nada. Anoto en mi agenda electrónica: «Encargar a la CIA un diccionario de castellano pentadimensional».
Tras semejantes esfuerzos intelectuales, nuestros expertos se han ganado un descanso reparador. En el ínterin, se ofrece un reportaje ufológico repleto de novedades significativas. La vorágine informativa enlaza sin solución de continuidad los temas más diversos, desde encuentros lunares en la tercera fase (los astronautas estadounidenses se encontraron cara a cara con hordas de marcianos al desembarcar en la Luna) hasta la clave ufológica de los misteriosos, misteriosísimos círculos en los campos de maíz.
Tomo nota de las nuevas revelaciones. El manual ufológico secreto del ejército del aire español siempre había defendido que lo que se encontraron los astronautas al llegar a la Luna fue un gallego comiendo empanada: insospechada diversidad morfológica la del circo ufológico, vive Dios. El clímax de la audacia del periodismo investigador se alcanza cuando desde La otra realidad se nos muestran imágenes obtenidas por un satélite artificial francés en las que se observan naves interestelares entrando en, saliendo de y aun rebotando contra la atmósfera terrestre con velocidades hipersónicas. Siempre me sorprenderá la valentía de estos intrépidos investigadores de lo desconocido: pudiendo ofrecer verdaderas imágenes en color de naves interestelares entrando y saliendo de nuestro planeta, optan por enseñar un vídeo borroso en blanco y negro donde a duras penas se aprecia un bolondroco difuso y varios puntitos luminosos que se mueven de acá para allá por la pantalla. Ojalá Julio Marvizón nos hubiera dado una analogía con que describir aquella visión, aquel documento. Pero no dijo nada. Puedo intentar emular su habilidad para el tropo describiendo el vídeo en estos términos: «Parecía un fraude». Pero, por supuesto, no lo era, solo lo parecía.
Resonaban aún en mis sienes las palabras rotundas del reportaje: «De que están ahí, no hay duda». No era yo el único sumido en un trance mental por el documento de periodismo de investigación, a juzgar por el cariz que adoptó el evento desde ese momento. Las presencias pentadimensionales empezaron a profundizar a partir de ese instante no solo en cuestiones descriptivas, sino también en el análisis filosófico, psicológico e incluso moral del fenómeno ovni y de los alienígenas. El chico de antes insistía en su teoría de los extraterrestres como un «colegio invisible». Se refiere a los investigadores de estos enigmas. Ah, siempre esa palabra, los investigadores… ¡cuánto ansío consultar el significado de esa entrada en el diccionario pentadimensional! El joven caracteriza muy sagazmente el fenómeno ovni como un problema «extrahumano».
Benítez, con ademán trascendente, plantea la inquietante posibilidad de que estén entre nosotros. El investigador viajero nos recuerda su inefable teoría de «la quinta columna» al defender que «hay pistas serias de que adoptan el cuerpo humano como camuflaje». ¡Flim, flam!: se hace la luz en mi intelecto. La entidad Aberasturi: ahora entiendo la señal de alarma en mi RIFI-RAFE. Suspiro aliviado al entender, gracias a Benítez, que mi admirado periodista heterodoxo no ha perdido facultades críticas ni escépticas, sino que simplemente está siendo suplantado por una presencia alienígena en La otra realidad.
Benítez se adentra en otro aspecto apasionante de la ufología: los grandes saltos cualitativos (sic) de la humanidad vienen de los extraterrestres. Anoto en mi agenda electrónica: «Investigadores españoles explican el origen de la invención del botijo, la tortilla de patatas y el pan con tomate». El chaval de antes abona la hipótesis y arguye que no se trata de creer o no creer, sino de acudir a las hemerotecas a investigar. Además, hay picos de avistamientos ovni antes de las grandes catástrofes. Sublime teofanía: los hermanos del cosmos acuden a salvarnos a través del espacio, más allá del tiempo… Porque, a pesar de lo raras que son las sepias que comen cobre, a pesar de lo primitivas que son sentimentalmente las hormigas, los hermanos del espacio comparten con nosotros lo más hondo, como puso de manifiesto el intercambio de impresiones en torno a los sentimientos, la emotividad de los alienígenas.
El poltergeist castellonense se acerca a su fin: las emisiones hercianas que me llegan desde La otra realidad empiezan a debilitarse. Benítez proclama con «seguridad absoluta» que hay naves extraterrestres que nos visitan desde siempre. Preconiza, rotundo: «Y algún día los militares tendrán que abrir sus archivos». Lapidario pronóstico del fin definitivo de la ocultación de información importante relativa al fenómeno ovni.
El ente Aberasturi sufre un ataque de lucidez. Ya que campan por aquí como Pedro por su casa, propone por lo menos «que nos den algo». Emotivo, Benítez replica: «Nos están dando mucho». Pudiera parecer que Benítez se refiere ahora a bienes espirituales, pero no, está abundando en la intervención física de los hermanos del espacio en los instrumentos de la vida cotidiana. Nos dice: «Hay algo que viene de origen extraterrestre, algo que llevamos puesto». A pesar de la insistencia de sus compañeros pentadimensionales, Benítez se obstina en no ser más explícito hasta que tengamos las pruebas definitivas. ¿Me equivoco, o el preclaro investigador Benítez nos está ocultando información importante relativa al fenómeno ovni? Espero que algún día abra sus archivos. De todas formas, nuestros servicios secretos ya saben a qué se estaba refiriendo el investigador español. Y si no fue más explícito no se debió a ansias de ocultar información, sino a una voluntad cortés de no herir sensibilidades, porque ese algo de origen extraterrestre es, como bien sabe la CIA, el cerebro, y el bueno de Benítez no quería ofender a nadie al generalizar diciendo que todos lo llevamos puesto sin tener pruebas definitivas.
La manifestación paranormal de entidades pentadimensionales termina con un alegato de Benítez anatematizando las fuerzas del mal: los escépticos. Para empezar, diagnostica el origen de su error: «Están mal informados». Proclama que la negación es anticientífica, pero no aclara de dónde se ha sacado semejante idea. Y ya cerca del fin, su sosiego se esfuma y da paso a una agitación nerviosa, con hinchazón de las venas del cuello y vehemencia sin par, cuando el maestro pasa a referirse a esos grupos que «intoxican premeditadamente, al servicio de la CIA», aclarando de paso que en el reino de España hay media docena de gentes de ese jaez. No sé si alegrarme al comprobar la efectividad de nuestras acciones intoxicadoras, o si alarmarme al sabernos descubiertos. Antes de curar mi sorpresa, la pantalla del televisor presenta un chisporroteo anómalo y, exactamente igual que en La dama de ninguna parte, la frecuencia sintonizada recupera las emisiones normales (que no paranormales) del Canal Nou.
¿Lo he vivido, o lo he soñado? La realidad me lo aclara de inmediato: mi intercomunicador cifrado resuena, me llaman del cuartel general de la CIA. El sistema Echelon ha captado la emisión procedente de La otra realidad. No puede permitirse que desenmascaren con tal contundencia nuestra red de activistas, hay que pasar a la acción. Recibo instrucciones de embutirme de inmediato en mi uniforme de chaqueta negro, vestir mis gafas negras, corbata, zapatos y sombrero negros, y saltar a la dimensión desconocida para dar «solución» al asunto. Me muestro dispuesto a ello pero, antes, tengo una pregunta: «¿Cuánto me daréis esta vez?».
BIBLIOGRAFÍA
Bécquer, Gustavo Adolfo, introducción de Rimas y leyendas. Colección Austral, Espasa-Calpe. Múltiples ediciones desde 1938.
Eco, Umberto, prólogo de El nombre de la rosa. Traducción de Tomás de la Ascensión Recio. Editorial Lumen. 1986.
Langelaan, George, relato «La dama de ninguna parte», en la antología Relatos del antimundo. Traducción de Fernando Sánchez Dragó. Ediciones Luis de Caralt. 1976.
Diccionario Esencial Santillana de la Lengua Española
1. Los fragmentos en cursiva que abren este texto se han tomado de las dos primeras obras mencionadas en la bibliografía.
2. Este artículo apareció publicado por primera vez en el número 10 de la revista El Escéptico, editada por ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, y también se difundió, algo después, a través del boletín de la Agrupación Astronómica de Córdoba.
3. El programa de televisión descrito en el artículo se emitió realmente, pero no está disponible en Documanía (sí aparecen ahí, en cambio, otras entregas de esa serie realmente alucinógena, entre ellas una especie de capítulo II del tema ovni centrado en «contactados»). Quien tenga curiosidad por otros detalles puede descargar esta pequeña ficha con un par de chascarrillos adicionales.